jueves, 16 de octubre de 2008

ADAGIO

Este cuento lo he escrito hoy en CÍE 2. A ver qué os parece...


-No hemos salido a bailar desde que empezó la guerra.

Él no dijo nada. Nunca lo hacía. Sólo se encogió de hombros y salió de la habitación, con cuidado de no hacer ruido. No volvería hasta bien entrada la noche, cuando ella ya estuviera en la cama, fingiendo que dormía mientras esperaba su regreso. El gemir de la puerta anunciaría su llegada. Como todas las noches.

Apenas se oyó el ruido lejano del portal al cerrarse, se acercó a la ventana para verle cruzar la calle, alto y severo dentro de su gabán gris, camino de quién sabe dónde, bajo un sol de noviembre que iluminaba un Madrid fantasmal, casi desértico. Pudo seguirle con la mirada hasta que, instantes más tarde, se perdió tras una esquina. Sólo entonces tuvo el valor suficiente para abrir la ventana y dejar que aquel sol, que aquella luz de otoño entrara a chorros en el viejo piso, inundando la sala. Después, con el rostro encendido por la ilusión y la ansiedad de una idea recién descubierta, corrió hasta su cuarto. Tras arreglarse brevemente y coger aquel abrigo azul que tanto le gustaba, pudieron oírse sus pasos en la escalera; al poco tiempo estaba en la calle, rebosante de luz ella también. Y cantaba.


La guerra no marchaba bien, y él lo sabía. Quizá reinara entre la gente un sentimiento de optimismo, de esperanza, pero lo cierto es que allí, entre las cuatro paredes de su despacho, la realidad resultaba mucho más evidente y estremecedora. Su presencia era cada vez más requerida, y desde el último mes no era extraño encontrarle trabajando de madrugada, rodeado de papeles, teléfonos que no cesaban de sonar, y colillas.

Al principio había sentido pena por ella: le disgustaba tener que dejarle sola en casa tanto tiempo, separada de su familia y sus amigos en aquella ciudad enorme y gris, tan lejos del mar y los olivos de su infancia. Pero poco a poco se había ido dejando absorber por su ideal, por su lucha, hasta que ella no fue más que un pequeño eco en el fondo de su corazón, una presencia amable al volver del trabajo. Y hoy le había echado en cara que no iban a bailar. Aquel comentario le había hecho sentir un punto de remordimiento mientras salía de casa. Incluso puede decirse que, por unos instantes, se había dado cuenta de que ella tenía razón. Pero no sirvió de nada; en cuanto llegó a la oficina se desprendió de todos aquellos pensamientos como quien se quita un sombrero. Y se sentó a trabajar.


Volvió a casa con la misma sonrisa con que había salido. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?. Comprar un disco... él habría dicho que los tiempos no estaban como para gastar en frivolidades, que aquello eran caprichos de burgués. Pero ella quería bailar, estaba sola, y él nunca le hacía caso. Rasgó el papel del envoltorio con más emoción que nunca. Y al poco tiempo la gramola comenzó a cantar. Bach. Entonces comenzó a bailar, con los brazos extendidos y los ojos cerrados, sonriendo. Por la ventana, aún abierta, entraba una luz de oro.


Aquél fue un día especialmente duro. Los teléfonos parecían haberse vuelto frenéticos, y los papeles de su mesa estaban a punto de desbordarse. Además, habían vuelto a bombardear la ciudad. Cuando llegó a casa, agotado por el trabajo, los nervios y el miedo, eran ya casi las cinco de la mañana. Se dirigió a su habitación tambaleándose mientras se quitaba el abrigo como podía. Ni siquiera se le pasó por la cabeza darse un baño. Sólo quería dormir. Pero, al meterse en la cama, se dio cuanta de que ella no estaba junto a él. Entonces escuchó la melodía que sonaba, apagada, en el salón. Y cuando llegó allí sólo encontró la vieja gramola que repetía una y otra vez un adagio de Bach ante la ventana abierta.

Nunca la volvió a ver.

domingo, 12 de octubre de 2008

Sobre la poesía

Quizá sea una de mis necesidades vitales más importantes, y probablemente es la más insatisfecha de todas, al menos si lo contemplamos desde el punto de vista de los resultados que produce, es decir, de los poemas que escribo a lo largo de un año; tal vez soy el poeta más improductivo que se ha dado en España en los últimos tiempos. Vaya donde vaya, hable con quien hable, cada vez que encuentro un poeta entre mis amistades, nuevas o viejas, en seguida me veo sacudido por un torrente de poemas, muchos de ellos recién salidos del horno. No puedo evitar las comparaciones. ¿Tengo derecho a ser llamado poeta, yo, que no escribo un verso hace meses?
Hace un tiempo, poco antes de que empezara el curso, sostuve una interesante conversación con un amigo que, además de poeta, es un fantástico pintor. A través de nuestras experiencias llegamos a la conclusión que que el poeta no es aquél que hace versos, sino aquél que es capaz de captar la esencia poética (es decir, la belleza) de las cosas en medio de la realidad cotidiana. Que esa percepción se plasme en un poema o no depende ya de muchos otros factores. Lo importante es que sepamos captar la belleza que existe no sólo en una puesta de sol o en un sentimiento, sino en algo tan prosaico como el deslizarse del autobús a través de las calles mojadas por la lluvia de un día gris, el instante breve de un cigarrillo prendido al empezar la mañana, o la música que suena de fondo mientras ordenamos nuestra habitación. Son estos instantes un tesoro que muchas veces no sabemos disfrutar, y que la mayoría de la gente desprecia, sin darse cuenta de su valor. En verdad, el poeta es un alma privilegiada, contemplativa, que sabe ver más allá de las meras apariencias de la realidad para descubrir así la Belleza de las cosas. Y a veces esta percepción es tan intensa, tan desgarradora, tan dulce, que es imposible describirla con palabras. La poesía es, por lo tanto, un mero intento más o menos acertado de reflejar con palabras esos fogonazos de belleza que el poeta capta y que le hieren el alma. Habrá quien tenga más facilidad para ello, habrá quien menos. Yo me incluyo entre estos últimos, entre los que escuchan, sienten, ven, pero callan con los labios, porque quien canta realmente (y nunca, nunca deja de cantar) es el corazón.